LA MUJER Y EL ÁRBOL

Por Guillermo H. Zúñiga Martínez

“Educar a una mujer es Educar a una familia”: RGV

                Hace unos días, el respetado Monseñor Hipólito Reyes Larios tuvo la gentileza de poner en mis manos una hermosa biografía titulada “Rafael Guízar, a sus órdenes”, cuyo autor es el señor Joaquín Antonio Peñaloza.  Leí el libro con avidez y me impresionó por el realismo de su contenido y por los aspectos humanos que caracterizaron al prominente religioso.

 En esa obra, me atrajo una frase escrita por el Santo Rafael Guízar y Valencia: “El que guarda sus ojos guarda su alma. A las mujeres hay que verlas como si fueran  árboles”. ¿Qué fue lo que quiso decir el ilustre misionero de Cotija, con esta expresión tan directa y  diáfana?

 Lo primero que se me viene a la mente es que, para todo sacerdote, las mujeres deben verse de lejos, a la distancia, y después analizarlas para profundizar en su conocimiento. La mujer, como el árbol, despide perfume, por lo general ofrece una sombra generosa y está llena de matices y  colores; puede dar frutos, pero no por la mano del hombre, sino como producto de la naturaleza.

Acercarse a un árbol, tocar su corteza,  acariciar sus ramas y sus hojas o tratar de probar sus frutos son acciones llenas de ventura, porque todo debe hacerse sin herirlo, sin lastimarlo y mucho menos desgajar su cuerpo.

Contemplar a las mujeres como árboles, es llenarlas de respeto y  admiración, porque son fuente de vida y  esperanza. Los árboles realizan la fotosíntesis, son los que adornan el paisaje y  simbolizan la estabilidad y  ecuanimidad que debe tener todo ser humano  por la fortaleza de sus raíces.

Observar a las mujeres como árboles, es imaginar sus frutos y la savia que corre por su cuerpo, es admirar su lucha por nutrirse todos los días con lo que está a su alcance, es entender lo que toda mujer realiza cuando siente la necesidad del alimento material y espiritual; además, el árbol habla, tiene su propio lenguaje, a veces su expresión es verde, en otras ocasiones se manifiesta a través de flores que pueden ser multicolores de acuerdo a la salud del ambiente, como las moradas jacarandas  xalapeñas.

Ver a la mujer como a los árboles, es extasiarse con su belleza, a lo lejos, en la contemplación, y es obvio que cuando el hombre ve a un árbol, le dan ganas de abrazarlo, de encaramarse para tocar sus copas y sentir el aire aromático que emana, pero cuando esto se hace o se logra, se efectúa con gran respeto, porque arrancar una hoja o los pétalos de una flor, es incomodar a cualquier mujer como expresión divina de la creación.

Comparar a la mujer con los árboles, es reflexionar que a veces están cargados de nidos o reciben visitas de aves canoras, es acercarse para escuchar esos lenguajes naturales  y también imaginar arbustos desprovistos de follaje con la ilusión de vestirse en primavera, luego entonces para un religioso observar a la mujer como árbol es convivir consigo mismo para soslayar los placeres mundanos y culminar su concepción en la pureza de la conducta misionera.

 Percibir a la mujer como los árboles, para Rafael Guízar y Valencia, siempre fue sinónimo de sentir su religiosidad en el Santo Amor a Dios.

“Con las mujeres procuro ser paternalmente accesible y sumamente austero. Procuro ser recatado, delicado y prudente en el porte y el trato con los demás” Afirmaba.

En otra parte de sus confesiones, el santo Rafael expresaba que no le agradaba que lo vieran sin sotana, menos en mangas de camisa, pero lo que duele es cuando nos entera de sus pesares al admitir las necesarias curaciones, porque  debemos saber sobre sus padecimientos, varios y dolorosos, como el forúnculo que padecía en el cuello o las llagas de su pierna como resultado de la diabetes.

Esta biografía creo que debería ser lectura obligada para los sacerdotes y quienes aspiren a serlo, porque el mensaje de Guízar y Valencia es inmarcesible, aleccionador y, agregaría, sublime. Leamos juntos usted y yo: “Quiero a mis sacerdotes santos, que el pueblo los vea pobres y desprendidos, incansables en el progreso espiritual de sus hermanos, sin mezclarse jamás en la política, y cuidadosos guardianes de su celibato sacerdotal. La gente todo lo perdona, menos esta falta. Hace más daño un sacerdote deshonesto que todo el mal que hicieron los perseguidores juntos de la iglesia”.